Por: Ángel Cappelletti
Ángel Cappelletti
(1927-1995) nació y murió en Rosario, Argentina. Filósofo egresado de la
Universidad de Buenos Aires. Vivió en Venezuela entre 1968 y 1994, tiempo en el
cual desarrolló una inmensa labor de investigación filosófica y política,
estudiando a clásicos como Heráclito, Séneca y Marco Aurelio e investigando la
historia y el pensamiento anarquista mundial y latinoamericano, fruto de lo
cual publicó más de 40 libros. Este artículo ha sido extraído del periódico
«cnt» de Bilbao.
La palabra «democracia» y, por ende, el mismo concepto que
ella designa, tienen su origen en Grecia. Parece, pues, lícito, y aun
necesario, recurrir a la antigua lengua y culturade la Hélade cuando se intenta
comprender el sentido de dicha palabra, tan llevada y traída en nuestro tiempo.
Para los griegos, «democracia» significaba «gobierno del pueblo»,
y eso quería decirsimplemente «gobierno del pueblo», no de sus
«representantes». En su forma más pura y significativa, llevada a la práctica
en la Atenas de Pericles, implicaba que todas las decisiones eran tomadas por
la Asamblea Popular, sin otra intermediación más que la nacida de la elocuencia
de los oradores. El pueblo, reunido en la Ekklesía, nombraba jueces y
generales, recaudadores y administradores, financistas y sacerdotes. Todo
mandatario era un mandadero.
Se trataba de una democracia directa, de un gobierno de todo
el pueblo. Pero ¿qué quería decir aquí «pueblo» (demos)? Quería decir « el
conjunto de todos los ciudadanos». De ese conjunto quedaban excluidos no sólo
los esclavos sino también las mujeres y los habitantes extranjeros (metecos).
Tal limitación reducía de hecho el conjunto denominado «pueblo» a una minoría.
La democracia directa de los griegos, que en lo referente a
su principio y su formageneral, aparece como cercana a un sistema de gobierno ideal,
se ve así desfigurada y negada en la práctica por las instituciones sociales y
los prejuicios que consagran la desigualdad (esclavitud, familia patriarcal,
xenofobia).
Por otra parte, a esta limitación intrínseca se suma en
Atenas otra, que proviene de la política exterior de la ciudad. En su momento
de mayor florecimiento democrático desarrolla ésta una política de dominio
político y económico en todo el ámbito del Mediterráneo. Somete directa o indirectamente a muchos pueblos y ciudades y
llega a constituir un imperio marítimo y mercantil.
Ahora bien, esta política exterior contradice también la
democracia directa. Una ciudad no puede gozar de un régimen tal en su interior
e imponer su prepotencia tiránica hacia afuera. El imperialismo, en todas sus
formas, es incompatible con una auténtica democracia.
Los atenienses no dejaron de cobrar conciencia de ello y
Tucídedes reporta los esfuerzos que hicieron por conciliar ambos extremos
inconciliables. Cleón acaba por expresar su convicción de que «la democracia es
incapaz de imperio».
La democracia moderna, instaurada en Europa y América a
partir de la Revolución Francesa, a diferencia de la originaria democracia
griega, es siempre indirecta y representativa. El hecho de que los Estados
modernos sean mucho más grandes que los Estados-ciudades antiguos hace
imposible -se dice- un gobierno directo del pueblo. Este debe ejercer su
soberanía a través de sus representantes. No puede gobernar sino por medio de
aquellos a quienes elige y en quienes delega su poder.
Pero en esta misma formulación está ya implícita una falacia.
El hecho de que la democracia directa no sea posible en un Estado grande no
significa que ella deba de ser desechada: puede significar simplemente que el
Estado debe ser reducido hasta dejar de serlo y convertirse en una comuna o
federación de comunas. Entre los filósofos de la Ilustración, teóricos de la
democracia moderna, Rousseau y Helvetius vieron muy bien la necesidad de que
los Estados fueran lo más pequeños posible para que pudiera funcionar en ellos
la democracia.
Pero ya en esa misma época comienza algunos autores a oponer
«democracia» «república», lo cual quiere
decir, «democracia directa» y «democracia representativa». Los autores de The
Federalist y muchos de los padres de la constitución norteamericana, como Hamilton,
se pronuncian, sin dudarlo mucho, por la segunda, entendida como «delegación del
gobierno en un pequeño número de ciudadanos elegidos por el resto». No podemos dejar
de advertir que aquí el pueblo es simplemente un «resto».
Con Stuart Mill, sin embargo, este «resto» se define como la
totalidad de los seres humanos, sin distingos de rango social o de fortuna.
«There ought to be no pariahs in a fullgrown and civilized nation, except
through their own default». [1] Sólo los niños, los débiles mentales y
criminales quedan excluidos.
Pero esta idea del sufragio universal tropieza enseguida con
una grave dificultad. El ejercicio de la libertad política y del derecho a
elegir resulta imposible sin la igualdad económica. La gran falacia de nuestra
democracia consiste en ignorarlo. Esto no lo ignoraban los miembros del
Congreso constituye de Filadelfia que proponían el voto calificado y querían
que sólo pudieran elegir y ser elegidos los propietarios. Hamilton afamaba: «A power
over a man’s subsistence amounts to a power over his will» [2]. El mismo Kant
hacía notar agudamente que el sufragio presupone la independencia económica del
votante y dividía a todos los ciudadanos en «activos» y «pasivos», según
dependieran o no de otros en su subsistencia. Pero lo que de aquí se debe
inferir no es la necesidad de establecer el voto calificado o el voto plural,
como pretenden algunos conservadores, sino, por el contrario, la necesidad de
acabar con las desigualdades económicas, si se pretende tener una auténtica democracia.
Ya antes de Marx, los así llamados «socialistas utópicos», como Saint-Simon, veían
claramente que no puede haber verdadera democracia política sin democracia económica
y social. ¿Quién puede creer que la voluntad del pobre está representada en la misma
medida que la del rico? ¿Quién puede suponer que la preferencia política del
obrero o del marginal tiene el mismo peso que del gran comerciante o la del
banquero? Aunque según la ley todos los votos sean equivalentes y todos los
ciudadanos, tanto el que busca su comida en los basurales como el que se recrea
con las exquisiteces de lo resturantes de lujo, tengan el mismo derecho a
postularse para la presidencia de la república, nadie puede dejar de ver que
esto no es sino una ficción llena de insoportable sarcasmo. Y no es sólo la desigualdad
económica en sí misma la que torna írrita la pretensión de igualdad política en
la democracia representativa y el sufragio universal. Lo mismo sucede con la
desigualdad cultural que, en gran medida, deriva de la económica. Una auténtica
democracia supone iguales oportunidades educativas para todos; supone, por una
parte, que todos los ciudadanos tengan acceso a todas las ramas y todos los
niveles de la educación, y, por otra, que toda formación profesional y toda
especialización deban ser precedidas por una cultura universal y humanística.
Pero en nuestras modernas democracias y, particularmente, en la norteamericana
arquetípica, la educación resulta cada día más costosa y más inaccesible a la
mayoría, mientras la ultra-especialización alienante se impone cada vez más
sobre la formación humanística y sobre lo que Stuart Mill llamaba «school of
public spirit».
Por otra parte, hoy no se trata sólo de las desiguales
oportunidades de educación que en un pasado bastante reciente oponían la masa
de los ignorantes a la élite de los hombre cultos. La inmensa mayoría de los
gobernantes es lamentablemente inculta, incapaz de pensar con lógica y de
concebir ideas propias. Bien se puede hablar en nuestros días de la recua gubernamental.
Y no podemos entra en el terreno de la cultura moral. Si la
democracia se basa; como dice Montesquieu, en la virtud, y medimos la virtud de
una sociedad por la de sus «representantes», es obvio que nuestra democracia
representativa carece de base y puede hundirse en cualquier momento.
De todas maneras, estos hechos indudables (sobre todo en
América Latina) nos fuerzan a replantear uno de los más profundos problemas de
toda democracia representativa: el del criterio de elegibilidad. Si el conjunto
de los ciudadanos de un Estado debe escoger de su seno a un pequeño grupo de
hombres que lo represente y delegar permanentemente todo su poder en ese grupo,
será necesario que cuente con un criterio para tal elección. ¿Por qué designar
a fulano y no a mengano? ¿Por qué a X antes que a Z? Se trata de aplicar el
principio de razón suficiente. Ahora bien, a este principio parece responder,
desde los inicios de la democracia moderna en el siglo XVIII, la norma de la
elegibilidad de los más justos y los más ilustrados. Se supone que ellos son
los más aptos para administrar, legislar y gobernar en nombre de todos y en
beneficio de todos. Se supone asimismo que la masa de los ciudadanos ha
recibido la educación intelectual y moral requerida para discernir quiénes son
los más justos y los más ilustrados. Todo esto es, sin duda, demasiado suponer.
Pero, aún sin entrar a discutir tales suposiciones, lo indiscutible es que, en
el actual sistema de democracia representativa, la propaganda y los medios de
comunicación, puestos al servicio del gobierno y de los partidos políticos, de
los intereses de los grandes grupos económicos y, en general, de la
sobrevivencia y la consolidación del sistema, manipulan y deforman de tal
manera las mentes de los electores que éstos, en su inmensa mayoría, resultan
incapaces de formarse un juicio independiente y de hacer una elección de
acuerdo con la propia conciencia. En algunos casos extremos, cuando la
democracia representativa ‘entra en crisis, debido a un general e inocultable
deterioro de los valores que supuestamente la fundamentan la mayoría abjura del
sistema y reniega de los partidos, pero aún así se muestra incapaz de asumir el
poder que le corresponde y de autogestionar la cosa pública. El
condicionamiento pavloviano es tan potente que, después de cada explosión
popular, se da siempre una reordenación de los factores de poder y, cuando eso
no se logra satisfactoriamente, se produce una explosión militar. Pero el
sistema sobrevive y el capitalismo de la «libre empresa» y la «libre
competencia» campea por sus fueros sin que lo adverse siquiera el viejo
capitalismo de Estado (alias «comunismo»). Aquí está la clave del entusiasmo
del Pentágono y de la CIA, de la Casa Blanca y del FMI por la «democracia
representativa» en América Latina y en el mundo.
Es evidente, pues, que el criterio de elegibilidad no es el
de «moral y luces» sino el de «acatamiento y adaptabilidad» (al status quo).
Para que los más justos y los más sabios fueran elegidos sería preciso, entre otras cosas, que se
eligiera a quienes no quieren ser elegidos. La gran ventaja que la democracia representativa tiene, a los
ojos de los poderosos del mundo, consiste en que con ella el pueblo cree elegir
a quienes quiere, pero elige a quienes le dicen que debe querer. El sistema
cuida de que todo pluralismo no represente sino variantes de un único modelo
aceptable. Las leyes se ocupan de fijar los límites de la disidencia y no permiten
que ésta atente seriamente contra el poder económico y el privilegio social. Se
trata de cambiar periódicamente de gobernantes para que nunca cambie el
Gobierno; de que varíen los poderes para que permanezca el Poder. Esto siempre
fue así, pero se ha tornado mucho más claro para los latinoamericanos desde el
fin de la Guerra Fría, con el nuevo orden mundial de Reagan y Bush. Por otra
parte, la democracia representativa implica en su propio concepto una grave
falacia. ¿Cómo se puede decir que el diputado o el presidente que yo elijo
representa mi voluntad, cuando dura en su cargo cuatro o cinco años y mi voluntad
varía, sin duda alguna, de año en año, de mes en mes, de hora en hora, de
minuto a minuto? Afirmar tal cosa equivale a congelar el libre albedrío de cada
ciudadano en un instante inmutable y negar al hombre su condición de ser
pensante por un cuatrienio o un quinquenio. No hay falacia más ridícula que la
del mandatario que afirma que la mayoría lo apoya porque hace cuatro años lo
votó. Pero, aún si nos situáramos en los supuestos de la representatividad,
deberíamos preguntarnos: Cuando yo elijo a un diputado, ¿éste es un simple
emisario de mi voluntad, un mandadero, un portavoz de mis ideas y decisiones, o
lo elijo porque confío absolutamente en él, a fin de que él haga lo que crea
conveniente?.
En el primer caso, no delego mi voluntad sino que escojo
simplemente un vehículo para darla a conocer a los demás. Si esta concepción se
lleva a sus últimas consecuencias, la democracia representativa se convierte en
democracia directa. En el segundo caso, no sólo delego mi voluntad, sino que
también abjuro de ella, mediante un acto de fe en la persona de quien elijo. Si
esta concepción se lleva a sus últimas consecuencias la democracia representativa
desemboca en gobierno aristocrático u oligárquico.
En el primer caso, el representante es un simple mensajero,
en nada superior, sino más bien inferior, a quien lo envía. En el segundo, no
se ve por qué el representante debe ser elegido por el voto popular, ya que por
sus propios méritos puede confiscar definitivamente la voluntad de los demás.
Más valdría entonces aceptar la teoría conservadora de Burke acerca de la
representación virtual, según la cual inclusive quienes no votan están representados
en el gobierno cuando realmente desean el bien del Estado. La democracia representativa
se enfrenta así a este dilema: o los gobernantes representan real y verdaderamente
la voluntad de los electores, y entonces la democracia representativa se transforma
en democracia directa, o los gobernantes no representan en sentido propio tal voluntad,
y entonces la democracia deja de serlo para convertirse en aristocracia. Stuart
Mill, que era un liberal sincero, no gustaba de la aristocracia, pero tampoco
se atrevía a postular una democracia directa y, por eso, proponía un camino
intermedio. Para él, los gobernantes elegidos por el pueblo deben gozar de
cierta iniciativa personal al margen de la voluntad de sus electores y, aún
cuando siempre han de considerarse responsables ante éstos, no deben ser
sometidos a plebiscitos o juiciospopulares. El filósofo inglés llega hasta dónde
puede llegar un liberal que no osa ser libertario. Como los autores de The Federalist,
que se decían «republicanos» y no «demócratas», considera necesario el
liderazgo de los hombres justos e ilustrados para el desarrollo político del
pueblo, cuyo buen sentido ha de ser iluminado por la sabiduría de aquéllos. Tal
concesión a la aristocracia del saber suscita, sin embargo, algunas objeciones.
Un diputado puede saber de finanzas, o de educación, o de agricultura, o de
política internacional, o de salud pública, pero no puede saber de todas esas
cuestiones al mismo tiempo. Sin embargo, en los debates parlamentarios puede opinar
y debe votar sobre todas ellas. Es obvio que opinará y votará sobre lo que no
sabe.
Opinará y votará, pues, con frecuencia, no como hombre
ilustrado, sino como ignorante. ¿Cómo puede un ignorante contribuir al desarrollo político
del pueblo? Se dirá que puede asesorarse con los expertos o «sabios» que tiene
a su disposición. Pero, si se trata de aprender de quienes saben, también
pueden hacerlo los electores sin necesidad de delegar su ignorancia en ningún
represente.
La democracia representativa se vincula, por lo común, con
los partidos políticos y no funciona sino a través de ellos. Es dudoso, sin
embargo, que se trate de una vinculación necesaria y esencial ya que bien se
puede concebir una representación estrictamente grupal o personal. Nada impide
imaginar que los partidos sean remplazados por grupos de electores formados «ad
hoc» o que el electorado vote sólo por personas con nombres y apellidos cuyos
programas de gobierno hayan sido dados a conocer previamente. Es una falacia
más, por consiguiente, aunque no de las más graves, afirmar que no puede
existir democracia indirecta sin partidos políticos.
El papel desempeñado por éstos origina, de hecho, algunas de
las más serias contradicciones que dicha democracia implica. Los partidos
representan intereses de clases o de grupos y se fundan en una ideología. Ellos
proponen al electorado las candidaturas y establecen las listas de los
elegibles. Ahora bien, es muy posible que un ciudadano no se identifique con
ninguna de las clases o grupos representados por los partidos existentes y que
no comparta ninguna de sus ideo logias. ¿Tendrá que votar por alguien que no
expresa de ninguna manera sus intereses y su modo de pensar? Le queda el
recurso -se dirá- de fundar un nuevo partido. Pero es obvio que éste es un
recurso puramente teórico, ya que en la práctica la función de un partido
político (y sobre todo de uno que tenga alguna probabilidad de acceder al
gobierno) resulta nula no sólo para los ciudadanos individuales sino también para
casi todos los grupos formados en torno a una idea nueva y contraria a los
intereses dominantes.
En general, el elector elige a ciegas, vota por hombres que
no conoce, cuya actitud y cuyo modo de pensar ignora y cuya honestidad no puede
comprobar. Vota haciendo un acto de fe en su partido (o, por mejor decir, en la
dirigencia de su partido), con la fe del carbonero, confiando en el azar y en
la suerte y no en convicciones racionales. Pero, si esto es así, ¿no sería preferible
reintroducir la ticocracia y, en lugar de realizar costosas campañas electorales,
sortear los cargos públicos como los premios de la lotería? Este procedimiento no
deja de tener un fundamento racional, si se supone que todos los hombres son
iguales e igualmente aptos para gobernar.
No deja de ser escandalosamente contradictorio que partidos
políticos cuya proclamada razón de existir es la defensa de la democracia en el
Estado sean en su organización interna rígidamente verticalistas y oligárquicos.
Ello obliga a pensar que la escogencia de los candidatos difícilmente tiene
algo que ver con la honestidad, con el saber o siquiera con la fidelidad a
ciertos principios.
En nuestros días parece advertirse en los partidos políticos
un proceso de desideologización. En realidad no se trata de eso sino, más bien,
de una creciente uniformación ideológica en la cual el pragmatismo y la
tecnocracia encubren una vergonzante capitulación ante los postulados del
capitalismo salvaje. Hoy, menos que nunca, optar por un partido significa
defender una idea o un programa, frente a otra idea y otro programa. El nuevo
orden mundial, cuya bandera es gris, impone la mediocridad como sustituto de la
libertad y de la justicia.
Uno de los más ilustres ideólogos de la democracia,
Jefferson, el cual sabía bien que el mejor gobierno es el que menos gobierna,
confiaba en que el gobierno del pueblo por medio de sus representes aboliría
los privilegios de clase sin suprimir las ventajas de un liderazgo sabio y
honesto. Al cabo de dos siglos, la historia nos demuestra que tal esperanza no
se ha realizado. Sólo la democracia directa y autogestionaria puede abolir los
privilegios de clase y, sin admitir ningún liderazgo, reconocer los auténticos
valores del saber y de la moralidad en quienes verdaderamente los poseen.
NOTAS:
1. «No debe haber parias en una nación desarrollada y
civilizada, excepto por propia incapacidad». (N. de Cravan Editores)
2. «El poder sobre los medios de subsistencia de un hombre
aumenta el poder sobre su voluntad». (N. de Cravan Editores)
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