Por Diosdado Rojas Ferro
En un sistema-mundo como el capitalista
basado en la incesante acumulación de capital, es casi elementalmente lógico
que éste se expanda tanto en cantidad (hacia nuevas regiones “vírgenes”, y por
tanto, susceptibles de conquistar) como en calidad (hacia nuevas producciones,
servicios y áreas por mercantilizar, algunas inverosímiles) y que también por
deducción éste proceso conlleve al agotamiento de los recursos naturales objeto
de su interminable carrera de inversión.
Tal panorama ha llevado al surgimiento,
casi simultáneamente, de dos corrientes interesadas en frenar dicha evolución,
que de continuar, como se presupone, nos
llevaría un poco más tarde, un poco más temprano al suicidio como especie, al
terminar por destruir las condiciones materiales, en las cuales el hombre viene
desarrollándose desde hace miles de años. Esas dos corrientes son el decrecentismo y el ecologismo, cuyo surgimiento en las décadas de 1960, 1970 coincidió
en el tiempo con el arribo del capitalismo al preámbulo de su crisis
estructural actual, y al inicio de su agotamiento como sistema histórico, lo
que lo hizo manifestarse más voraz, bárbaro e inmisericorde, en un afán de
prolongar su existencia.
Marx ya demostró que la sustitución de
la fuerza de trabajo por el empleo de tecnología reduce el “valor” representado
en cada mercancía, lo que empuja al capitalismo a aumentar permanentemente la
producción. En este mecanismo, nos encontramos con la doble naturaleza de
“nuestra vieja enemiga”, la mercancía: el valor y el valor de uso, producidos
respectivamente por la faceta abstracta y por su faceta concreta. Estas dos
facetas no coexisten pacíficamente, sino que entran en una violenta
contradicción. Tomemos (como hace el propio Marx) el ejemplo de un sastre de
antes de la revolución industrial. Para hacer una camisa, y para la producción
de los materiales que emplea, acaso se necesitaba una hora. El “valor” de una
camisa era , pues, de una hora. Una vez introducidas las máquinas para producir
el tejido y para coser, será posible hacer 10 camisas en una hora, en lugar de
sólo una. El propietario de estas máquinas, que hacen funcionar simples
obreros, va a poner en el mercado las camisas así producidas a un precio mucho
más bajo del pueda permitirse el sastre. En efecto, en el momento en que una
maquinaria permite confeccionar diez camisas en una hora, cada camisa no
representa más que la décima parte de una hora de trabajo; es decir, seis
minutos. Su valor, y finalmente su expresión monetaria, bajan enormemente. El
propietario de capital pone todo su empeño en que el obrero produzca lo más
posible en la hora de trabajo por la que se le paga. Si le hace trabajar con
una máquina, como en el ejemplo aquí propuesto, el obrero, el obrero fabrica
muchas camisas y, en consecuencia, crea una ganancia mayor para su patrón. El
capitalismo entero ha sido una invención continua de nuevas tecnologías cuyo
fin era economizar fuerza de trabajo; es decir, de producir más mercancías con
menos fuerza de trabajo. Pero en un régimen en el que el valor procede del
trabajo, es decir, del “gasto de una cantidad determinada de músculo, nervio y
cerebro” (Marx), esto supone un problema: el valor de cada mercancía baja, y
así bajan también, finalmente, la plusvalía y el beneficio que se puede obtener
de la mercancía en cuestión. Es una contradicción central que acompaña al
capitalismo desde el comienzo y que nunca ha podido resolver. El capitalismo no es una sociedad organizada,
sino que se basa en la competencia permanente, en la que cada agente económico
actúa solo por cuenta propia. Cada propietario de capital que introduce una
nueva máquina consigue una ganancia mayor que sus competidores, obteniendo más
mercancías de sus obreros. Es, pues, inevitable, que todo nuevo invento que
economice trabajo sea efectivamente
aplicado. El propietario que lo hace consigue, en un primer momento, una
ganancia extra. Pronto, sin embargo, los otros capitalistas lo imitan y llega a
establecerse un nuevo nivel de productividad más alto. La ganancia extra
desaparece entonces hasta la próxima invención. Esto quiere decir que, si una
camisa ya no “contiene” una hora de trabajo, sino solamente seis minutos, la
ganancia que produzca dicha camisa disminuirá igualmente. Supongamos una tasa
de plustrabajo y, en consecuencia , de ganancia del 10 %. Una camisa, para la
producción de la cual se necesita una hora, contiene, pues, seis minutos de
plustrabajo y una ganancia equivalente en términos monetarios; pero si solo son
necesarios seis minutos para producir la camisa, ésta no contiene más que 36
segundos de plustrabajo, la fuente de la ganancia. El capitalista que introduce
una tecnología que remplaza trabajo vivo obtiene, en lo inmediato, una ganancia
para sí mismo, pero contribuye involuntariamente a bajar la tasa general de
ganancia. La misma lógica capitalista empuja a la utilización de tecnologías
acaba, pues, por serrar la rama sobre la que esta sentado el sistema entero.
Si no hubiese otros factores en juego,
el modo de producción capitalista no habría durado mucho tiempo. Sin embargo,
existen mecanismos de compensación. El más importante entre ellos es el aumento
continuo de la producción. Si, en el ejemplo propuesto, cada camisa particular
no contiene más que una décima parte de la ganancia obtenida anteriormente con
la camisa confeccionada por el sastre, basta con producir no ya diez en lugar
de una, sino doce, para que la disminución de la ganancia, no solo se vea
compensada, sino incluso sobrecompensada. Toda la historia del capitalismo ha
contemplado un aumento continuo de la producción de mercancías, de manera que la disminución
de la ganancia contenida en cada mercancía particular se ha visto más que
compensada por el aumento global de la masa
de mercancías. Así, doce camisas que contengan una dosis mínima de ganancia
rinden finalmente más que una camisa de mucha ganancia. Esto explica
igualmente la eterna búsqueda de sectores siempre nuevos de valorización. El
caso más llamativo es el de la industria del automóvil: un producto que, al
principio, era de lujo se convirtió en un producto de uso corriente después de
la Segunda Guerra Mundial, abriendo un campo enorme de ganancias. Sin embargo,
todo esto apenas lograba contrarrestar la tendencia endémica de la producción
no solo a la disminución de la tasa de ganancia (solo bajo esta forma reducida
fue discutido el problema por los marxistas tradicionales), sino también de la masa de valor en cuanto tal.
Es en esta lógica donde se encuentra la
causa profunda de la crisis ecológica. El discurso ecologista a menudo explica
ésta como la consecuencia de una actitud humana errónea con respecto a la
naturaleza, una especie de avidez o de rapacidad del ser humano en cuanto tal.
O bien se presenta la ecología como un problema que se puede resolver en el
interior del capitalismo, con el “capitalismo verde”. Se habla entonces de la
creación de puesto de trabajo en el sector ecológico, de una industria más
limpia, de energías renovables, de filtros, de créditos al carbón… En realidad,
raramente se indica que la crisis ecológica misma esta ligada a la propia
dinámica del capitalismo. Y es siempre por la razón que acabamos de señalar: si
diez camisas producidas por la industria contienen solamente la misma ganancia
que una camisa artesanal, entonces hay que producir (al menos) diez. Las diez
camisas industriales representan mucho más material, pero todas juntas no
tienen más valor que una camisa artesanal; en efecto, en ambos casos hace falta
una hora para producirlas. En un régimen capitalista, es necesario producir y
enseguida vender diez camisas; y, en consecuencia, consumir diez veces más recursos
para obtener finalmente la misma cantidad de valor o, lo que es lo mismo, de
dinero.
Desde hace doscientos años, el
capitalismo evita su fin corriendo siempre un poco más rápido que su tendencia
a derrumbarse, gracias a un aumento continuo de la producción. Pero si el
valor no aumenta, e incluso disminuye, lo que si aumenta, por el contrario, es
el consumo de recursos, la contaminación y la destrucción. El capitalismo es
como un brujo que se viera forzado a arrojar todo el mundo concreto al caldero
de la mercantilización para evitar que todo se pare. La crisis ecológica no
puede encontrar su solución en el marco del sistema capitalista, que tiene
necesidad de crecer permanentemente, de consumir cada vez más materiales, solo
para compensar la disminución de su
masa de valor. Por eso las proposiciones
de un “desarrollo sostenible” o de un “capitalismo verde” no pueden conseguir
resultado alguno, pues presuponen que la bestia capitalista puede ser
domesticada; es decir, que el capitalismo tiene la opción de detener su
crecimiento y permanecer estable, limitando así los daños que provoca. Pero
esta esperanza es vana: mientras continúe la sustitución de la fuerza de
trabajo por tecnologías, en tanto el valor de un producto resida en el trabajo
que representa, seguirá existiendo la necesidad de desarrollar la producción en
términos materiales y, en consecuencia, de utilizar más recursos y de
contaminar a mayor escala. Se puede querer otra forma de sociedad, pero
no un tipo de capitalismo diferente del “capitalismo realmente existente”.
Son las categorías básicas del
capitalismo –el trabajo abstracto, el valor, la mercancía, el dinero, que no
pertenecen en absoluto a todo modo de
producción, sino únicamente al capitalismo- las que engendran su ciego
dinamismo. Más allá del límite externo,
constituido por el agotamiento de los recursos, el sistema capitalista tiene
desde su inicio un límite interno: la
obligación de reducir –a causa de la competencia- el trabajo vivo que
constituye al mismo tiempo la única fuente del valor. Desde hace unos decenios,
este límite parece haberse alcanzado y la producción del valor “real” ha sido
en gran parte sustituida por su simulación en la esfera financiera. Además, los
límites externo e interno empezaban a aparecer a plena luz en el mismo momento:
alrededor de 1970. Si el capitalismo solamente puede existir como huida hacia
delante y como crecimiento material perpetuo para compensar la disminución del
valor, un verdadero decrecimiento solo será posible a costa de una ruptura
total con la producción de mercancías y dinero.
Un “capitalismo decreciente” sería una
contradicción en los términos, tan imposible como un “capitalismo ecológico”. Si el
decrecimiento no quiere reducirse a acompañar y justificar el “creciente”
empobrecimiento de la sociedad –y este riesgo es real: una retórica de la
frugalidad bien podría servir para dorar la píldora a los nuevos pobres y
transformar lo que es una imposición en una apariencia de elección-, tiene que
prepararse para los enfrentamientos y los antagonismos. Pero estos antagonismos
no coincidirán ya con las divisorias tradicionales constituidas por la “lucha
de clases “. La necesaria superación del paradigma productivista –y de los
modos de vida correspondientes- encontrará resistencias en todos los sectores
sociales. Una parte de las “luchas sociales” actuales, en el mundo entero, es
esencialmente la lucha por el acceso a la riqueza capitalista, sin cuestionar
el carácter de esta supuesta riqueza.
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